sábado, 15 de julio de 2017

En cada sendero del jardín encuentran la puerta de la oficina con la voz del jefe llamando desde adentro acostado sobre un reloj gigante. Habla al unísono con el giro de las manivelas, que resuena en las paredes blancas y en las baldosas grises. Cada tanto, fuera de sí, casi en trance, abre la boca grande. Adentro hay una hoguera donde trabajan sombras y sale un sonido horrible de una voz metálica enronquecida por el humo de carbón mal quemado PLATAAAAAAAA. Palas golpean de fondo, celebran el grito de la voluntad. El jefe tiene auriculares. El volumen es tan alto que se escucha un cuchicheo gutural. Levanta un dedo y las voces estallan en gritos impersonales. No vociferan enojados, ni tristes, ni emocionados, solo levantan la voz y aumentan el ritmo hasta que el jefe aspira para adentro las lágrimas. Antes de que el recién llegado lo vea llorar toca un botón que no parecía estar ahí, casi en el centro del reloj. Abrió una puerta de donde sale una luz blanca, blanquísima. Salen sonidos de microondas, de lavavajillas, de cafetera. Sinfonía que atrapa, que llama, flauta dulce de Hammelin, flauta dulce algorítmica. Dan ganas de morder cables, de imprimir el peso de la mandíbula ansiosa en una pantalla líquida. Una vez adentro la puerta se cierra y la luz se condensa. Las paredes están hechas de MILES DE RELOJES DIGITALES. Es suya la melodía, es suya. Siéntese, dicen en su idioma binario. La silla metálica, minimal, está suntuosa en el medio, mirando a la pared opuesta a la donde antes estaba la puerta. El suelo es una tabla de ajedrez. Ausencia de colores. Dos baldosas contiguas se levantan a la altura de su mentón y forman, materializan sin magia un tablero táctil. EL VOLUMEN DE LOS RELOJES DIGITALES SUBE HABLAN MUY RÁPIDO EN SU IDIOMA BINARIO Y DICEN APRETÁ LOS BOTONES O TE MORÍS.

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