miércoles, 21 de junio de 2017

fragmento de diario

Decirse no estoy triste cuando pesa cómo una bala en el estómago, una nube en nuestra cabeza, es peor. Atrofia los sentidos, nos deja vacíos, desprovistos, dispuestos a tomar una excusa, la que sea, para sentirnos mejor. Un refugio, una cueva que queremos ver seca para ignorar el mar que nos arrastra, nos enfría y nos ahoga. El mar es enorme, a donde vayamos estará siempre, al final de la tierra. Mirarlo causa vértigo, su profundidad horror. Pero allí está la grandeza, no la podemos manejar sino por un momento, antes de volvernos locos de azul, de inconmensurable, de olas que se agitan por fuerzas que no vemos. Olas chocando contra acantilado, nos estremecen, nuestra fragilidad es la de cada granito de arena que se desprende de la piedra. Sobrevivir a ese rugido furioso, que nuestros músculos vibren y nuestros ojos lloren, quieran repetir, aun minusculamente, a la fuente de la vida, es nuestra máxima potencia, lo más grande que podemos lograr. Pararse al borde, el miedo a resbalar, el miedo a ser engullido por las fauces de agua y espuma, temblando. La luna ilumina la bestialidad. Mirarlo de frente, resistir la atracción del azul oscuro y dejar que nos aplaste la certeza de nuestra inevitable pequeñez.

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